El otro día me encontré con una canción de George Brassens que me encantó; letra y música (salvo por la costumbre de Brassens de hacer canciones un tanto monótonas al oído, como esta, basada en un buen hallazgo… que se repite doce o trece veces). me gusta mucho el aire manouche que tiene, y no descarto intentar hacer una versión. Es la Súplica para que me entierren en la playa de Sète.
Llevo tiempo sin escribir en francés, pero me apetecía traducir la letra al español y no deja de ser también un ejercicio. Así que aquí va, una traducción libre y, seguramente, llena de errores. Escrita así, en prosa y en español, suena como una letanía; pero lo que hay que escuchar es la canción original, llena de humor, de swing y de guiños.
La muerte, que nunca me ha perdonado el haber sembrado flores en los agujeros de su nariz, me persigue con un celo estúpido. Por tanto, cercado por los entierros, he creído conveniente poner al día mi testamento, pagarme un codicilo.
Moja, en la tinta azul del Golfo de León, moja, moja tu pluma, oh, mi viejo escribano, y con tu mejor letra anota lo que debería ser de mi cuerpo, cuando mi alma y él no estén de acuerdo más que en una cosa: la ruptura.
Cuando mi alma haya emprendido el vuelo al horizonte, hacia las de Gavroche y Mimi Pinson, de los titis y las grisettes, que mi cuerpo sea llevado a su suelo natal en un coche-cama del Paris-Mediterráneo, con fin de trayecto en Sète.
Mi panteón familiar, ¡qué desgracia!, no es precisamente nuevo. Hablando en términos vulgares, está lleno como un huevo. Y, en este sitio del que nadie sale, corro el peligro de que se me haga tarde, y no puedo decir a esa buena gente “¡Apretaos un poquito!, dejad algo de sitio a los jóvenes”.
Justo al borde del mar, a dos pasos del oleaje azul, cavad, si es posible, un hoyito mullido. Un buen nichito, al lado de mis amigos de infancia, los delfines, a lo largo de este arenal donde la arena es tan fina, en la playa de la cornisa.
Es una playa en la que, incluso en sus momentos de furia, Neptuno no se toma nunca demasiado en serio. Donde, cuando un barco naufraga, el capitán grita: “¡soy el jefe a bordo! ¡Sálvese quien pueda! ¡El vino y el anís primero! ¡Cada cual su botella y su valor!”
Y es allí donde, con quince años cumplidos, a la edad en la que divertirse solo ya no basta, conocí el primer amorío. Al lado de una sirena, una mujer-pez, recibí del amor la primera lección, tragué la primera espina.
Con todos los respetos hacia Paul Valéry, yo, el humilde trovador, lo superaré, el buen maestro me lo perdone. Y que al menos, si sus versos valen más que los míos, sea mi cementerio más marino que el suyo, y no disguste a los lugareños.
Esta tumba en sandwich, entre el cielo y el agua, no dará una sombra triste al cuadro, sino un encanto indefinible. Las bañistas la usarán de biombo para cambiarse de ropa interior, y los niñitos dirán: “¡Chachi! ¡Un castillo de arena!”
¿Es mucho pedir? En mi parcelita, plantad, os lo ruego, algún tipo de pino, preferiblemente un pino parasol, que sabra proteger contra la insolación a los buenos amigos que vengan a mi concesión a hacer afectuosas reverencias.
Tanto llegados de España, como de Italia, todos cargados de perfumes, de músicas hermosas, el mistral y la tramontana verterán sobre mi último sueño ecos de villanela un día, de fandango otro, de tarantela, de sardana.
Y cuando, tomando mi montículo como almohada, una ninfa venga a dormir tranquilamente con menos ropa que ninguna, pido perdón por adelantado a Jesús si la sombra de mi cruz se le echa un poco encima, para un pequeño placer póstumo.
¡Pobres reyes, faraones! ¡Pobre Napoleón!
¡Pobres grandes difuntos que yacen en el Panteón!
¡Pobres cenizas de gente importante!
Envidiaréis un poquito al eterno veraneante,
que en sueños pasea en su patín sobre la ola,
que pasa su muerte de vacaciones.