Anterior: Abuso infantil (I)
Entre los relatos cortos incluidos en La máquina de follar, de Charles Bukowski, me encontré sin previo aviso con uno en el que el protagonista viola a una niña pequeña. Es así de simple y así de crudo. No hay grandes aspavientos ni explicaciones; no hay un contexto, no se dice que sea un pederasta, no se ahonda mucho en nada. Está contado con tanta sencillez y tanta naturalidad (y tanta brutalidad) que asusta más aún, porque no parece hacer falta ninguna alineación de los astros para que suceda algo tan horrible. Es uno de esos raros casos en los que uno puede asomarse a ese abismo casi en primera persona. Cuánto puedas sacar en limpio de ese viaje es otra cuestión.
En la película Lion puedes también bordear ese abismo: qué poco hace falta para encontrarse cruzando una puerta que siempre pensamos que es remota, pero que suele estar mucho más cerca y mucho más abierta de lo que parece. Los monstruos no siempre son genios del mal, no necesitan grandes cosas; son seres cotidianos que actúan con una naturalidad pasmosa. Lo hacen, y ya está.
Pero, como decía en una entrada anterior, el comic es muchas veces ese medio ignorado en el que se pueden encontrar los mejores testimonios. Mucha gente sigue viendo el cómic como un entretenimiento para niños; aquí voy a hablar de cómics que ni siquiera los adultos encontrarán precisamente cómodos de leer.
Y si hablamos de infancias destrozadas, la primera mención es obvia. En esa obra maestra de Carlos Giménez titulada Paracuellos se narra toda una infancia en los «hogares de Auxilio Social» del franquismo: verás toda la humillación, todo el abuso verbal, físico e incluso sexual a que fueron sometidos los hijos de los perdedores. Toda esa amargura se mezcla con el humor igual que es de suponer que se mezclen en la biografía de sus protagonistas, porque si no, es imposible que hayan sobrevivido a eso.
Giménez tiene una indudable reputación (Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes, antes incluso de que se creara el Premio Nacional de Cómic), pero si fuera norteamericano o francés tendría el máximo reconocimiento a nivel mundial. Y además se evitaría otro problema: en España, a diferencia de otros países, abundan los negacionistas de la guerra civil y la dictadura. Los que solo quieren echar tierra sobre lo que ocurrió, o bien minimizando los hechos o bien, en el caso mejor, inventándose un empate. Muchas veces los guiones de ficción (en general) están adornados, como licencia literaria para un mayor efecto emocional o artístico; Paracuellos es un testimonio implacable, riguroso y frío. Es imposible que algo así esté novelado.
Da pavor pensar en las consecuencias posteriores de esa infancia, para la propia vida y para las de otros. ¿Cómo puedes comportarte después de exponerte a esa edad a lo peor de la naturaleza humana? ¿Recordarás ese dolor y serás más compasivo? ¿O integrarás en tu persona lo que recibiste allí, ya fuese como enseñanzas o en forma de resentimiento? ¿Cuánto puede explicar de las obras de un mayor el haber tenido esa infancia? ¿Nos planteamos algo de esto cuando vemos algunos actos incomprensibles?
Hace poco he terminado Chartwell Manor, la novela gráfica de Glenn Head. Narra su estancia en un colegio interno en el que él, y otros muchos alumnos, sufrieron abusos. No es un hogar de Auxilio Social al que van, por descarte, los desgraciados que no tienen otra opción; es un colegio prestigioso, de pago, para reconducir a chicos con problemas. Esa estancia condicionará la vida y las relaciones de Head en las décadas siguientes… y eso que él salió relativamente bien de todo aquello (pero no pudo contarlo hasta muchos años después, claro). En Chartwell Manor no tenemos a los monstruos falangistas o resabiados de Auxilio Social ejerciendo la pura brutalidad y disfrutando del poder; tenemos al típico pederasta que se gana a partes iguales la confianza y el temor de su víctimas, porque además las quiere (un poco como los abusadores de la iglesia). Tenemos también a los testigos, terceros que ven todo esto pero ejercen la negación y consiguen vivir como si no existiera. Y ese mecanismo de negación y de mirar para otro lado lo utilizan, seguro, los propios abusadores consigo mismos; y este es uno de esos aspectos que creo que no se estudia lo suficiente, porque de los abusadores solo queremos saber que están en la cárcel para siempre. El de Chartwell Manor, por cierto, fue a la cárcel, salió y consiguió reincidir. Glenn Head se pregunta si quizás, en su lecho de muerte se replanteó sus prácticas. No se hace ilusiones e intuye, imagina, que no; que para él todo fue «un enorme malentendido».
Por contraste, en Historia de una rata mala (o El cuento de una rata mala según la edición), de Bryan Talbot, no se parte de una narración tan clara. Ni siquiera de la mente de la víctima; la conocemos al principio, pero superficialmente. El asunto se aborda de fuera a dentro. En este caso se entretejen la biografía de la protagonista y la de la escritora Beatrix Potter, y su común amor por el arte y por el paisaje del Distrito de los Lagos en Inglaterra (y el propio autor afirma que lo único que buscaba inicialmente era escribir un libro sobre ese lugar; todo lo demás se desencadenó de manera imprevista, al desarrollar esa protagonista que no iba a serlo). Con ese vehículo se va desvelando el pasado de la protagonista, se van descubriendo sus motivos y sus pasadas heridas, y se van dibujando los personajes que la han llevado hasta donde está. Supongo que ese proceso, largo, difícil, costoso, esa investigación, ese ir venciendo resistencias, reproduce muy bien el lío de nudos y obstáculos que hay en la mente de alguien que haya sufrido abusos y que impide sacarlo todo tranquilamente al sol; por el contrario, Chartwell Manor y Paracuellos están escritos, autobiográficamente, por gente que ya ha hecho ese trabajo y está decidida a contar su historia, con precisión notarial de los hechos o bien como testimonio de las conclusiones a las que han podido llegar.
Otra obra reveladora, no sé si más dura aún, es La muñequita de papá (Daddy’s Girl), de Debbie Drechsler. Como en el relato de Bukowski, no hay muchas concesiones. No hay mucho tiempo para pensar si la niñita se salvará o no. Con toda crudeza, desde el principio la acompañas en su día a día. Y su día a día es vivir con el monstruo; bien pronto te llevas el primer latigazo, sin muchos paños calientes. El resto es un corolario. Cuando un niño tiene que ocuparse de sobrevivir, de hacer encajar algo así en su pequeño universo, de hacer convivir por un lado la seguridad y el amor y la aprobación de sus mayores y por otro el abuso, la traición de la confianza, el pisoteo de la inocencia, la manipulación… cuando uno necesita a sus padres y a la vez tiene que intentar esquivar sus ataques (incluyendo sus enfados incomprensibles)… ¿qué puede pasar después con su autoestima, con su confianza en el mundo, con la aceptación de los demás, con las relaciones personales, con los trastornos alimentarios o de imagen?
Y no podemos olvidar en esta breve relación a Craig Thompson. Tanto en Blankets, esa autobiografía que se considera una de las grandes novelas gráficas, como en Habibi, el abuso a los niños aparece retratado con crudeza. En Blankets no hablamos solo de abuso sexual, sino de todas clases de violencia descorazonadora contra un niño; y lo peor es que no es ese el tema del libro, no es especialmente virulenta ni excepcional. Blankets no es tremendo; es meramente costumbrista. Y, siendo como es esa violencia un puro decorado, asistimos al efecto terrorífico que en un niño puede tener un simple castigo de su padre (no especialmente abusivo; simplemente estricto), o el acoso de sus compañeros, o ese triste contacto con el sexo a través de un cuidador depravado (cuya propia historia, a buen seguro, merecería ser contada a su vez). Pese a lo impactante de esas páginas, no parecen más que anécdotas. El propio Thompson decía en una entrevista que su experiencia (¡sufriendo abuso de niño!) no era nada en comparación con la de otros niños conocidos suyos, que sí que fueron violados. Que antes de conocer ninguna forma positiva de sexualidad conoció la violación, hasta el punto de que según crecía asumió que todas las mujeres habían sido violadas. La infancia infeliz de Thompson es solo un instrumento que usa para aclarar por qué el cristianismo era para él un refugio tan importante. ¡El cristianismo, refugio de los niños que han sufrido abusos o acoso! ¡Imagínate! ¡Cuéntaselo a Carlos Giménez!
En Habibi el abuso sexual no está solamente mencionado; ocupa un lugar insoportablemente central durante toda la obra, tanto en niños como en adultos. Una simple sequía hace que en las primeras páginas sus padres, por pura necesidad pero más resignados que desesperados, vendan a la protagonista para un matrimonio concertado.
Hay más cómics que afrontan el tema de los abusos (No abuses (de este libro), de Nati Chuleta, es uno que no he leído aún) o, en general, la difícil infancia (me viene a la memoria Stitches, de David Small, o Nunca me has gustado, de Chester Brown). A veces es duro leerlos. A uno le da igual que a un superhéroe le peguen mamporros. Pero estas novelas son tan reales que casi es lo de menos que algunas sean (¡encima!) autobiográficas. Uno ve lo que ocurre o, peor aún, ve lo que va a ocurrir; ve la indefensión absoluta, ve cómo un niño suele ser una presa tan fácil en manos de un adulto…
Unos autores han sido más crudos que otros, pero casi todos han utilizado la elipsis, los recursos artísticos, de una u otra forma. Verte delante de todos estos monstruos que nunca quieres conocer, pero no a través de las páginas de sucesos y el morbo mediático y judicial, sino a través de la voz de estos artistas, te obliga a afrontar muchas cosas. Creo que he aprendido mucho. Aunque eso no me coloque cerca de ninguna respuesta definitiva, ni me conforte.
Y no se trata solo de los diferentes enfoques, de las diferentes maneras de abordar la cuestión y llegar a ella. Estos autores han realizado un gran trabajo con todos los personajes, no solo con las víctimas. ¿Cómo podríamos poner ante su propia verdad al señor Lynch de Chartwell Manor? ¿Cuántas respuestas pueden darnos los sádicos o a los obispos o a las enfermeras o incluso a alguna mujer abusadora que salen en Paracuellos? ¿Qué hay tras el canguro de Craig Thompson en Blankets? ¿Qué tienen en común el escribano de Habibi, un (por lo demás) buen hombre que… ¡se casa con una niña! y el sultán que dispone de las mujeres como de insectos? ¿Cómo han llegado el padre de La muñequita de papá, o el de Cuentos de una rata mala, a edificar ese monstruoso tinglado de autonegación y autojustificación? ¿De verdad ese Martin Blanchard que retrata Bukowski no necesita más que un par de vasos de vino y un resquicio de oportunidad para dar ese enorme paso cuyo resultado, trágico e irreversible, conoce de antemano?