En el pasado he escrito alguna vez criticando columnas sobre maternidad que había leído en periódicos de tirada nacional. Básicamente porque quien las escribía parecía ser una persona absolutamente ajena a la realidad de miles de personas (de la inmensa mayoría de las madres). Me parecía, por supuesto, legítimo que tuviese una opinión y que la expresase; pero me parecía obsceno que esa opinión se exhibiese en un contexto en el que pudiera hacer pensar a alguien que esas opiniones eran fruto del buen juicio y que podían considerarse, por así decir, enseñanzas.
El otro día leí en El País una columna que llevaba por título Cumpleaños infantiles: ¡Qué bueno es tener a mano una madre alfa para organizar una fiesta de 100 personas! Me interesó instantáneamente. Creí que sería una columna satírica, quizá con ese estilo ácido y gamberro que varias veces he admirado y disfrutado en Mar Muñiz.
Pero no.
Pardiez, que era en serio.
Como resumen del artículo, la cuestión es que la autora realmente perpetró (o fue colaboradora necesaria para ello) una fiesta de cumpleaños con 100 personas (¡para una niña pequeña, no para un narco ni para Barbra Streisand!) y una de las madres demostró una alta capacidad de decisión y trabajo. La autora se sintió impelida a agradecérselo públicamente.
El subtítulo del artículo es:
La celebración de los 7 años de mi hija Carlota y dos amigos más ha sido una carrera de fondo de organización, consenso y centenares de mensajes de WhatsApp. Contar con alguien que lo tenga todo claro es esencial.
Es decir. La autora considera de lo más normal celebrar el 7º cumpleaños de una niña (y dos amigos más) con una fiesta para 100 personas. Una fiesta cuya organización es extremadamente compleja (centenares de mensajes de Whatsapp). Lo considera tan normal y cotidiano que merece la pena dar consejos al respecto, como quien da consejos sobre los piojos o sobre los libros escolares.
«Este año era especial, ya que debido a la pandemia, Carlota, que ha cumplido siete años, no había podido celebrar con sus amigos su fiesta los dos últimos años. Y hemos dado la campanada.» Empezaron a preparar la fiesta de cumpleaños en marzo (para el 22 de junio). La fiesta tenía que ser sorpresa. Globos de agua. Sería en un parque. Comida, camisetas, recolectar dinero. ¡Photocall de dinosaurios! Piñatas. Animador. Mesas, sillas, neveras. «El lugar elegido era simplemente perfecto, equidistante de una fuente de agua, un castillo con toboganes y columpios… y un baño público, el cual contaba, además, con un sistema de desinfección propia que realizaba en minuto y medio.». Guirnalda, sitio acotado. «Nueve horas de evento perfecto, que no hubiera sido posible sin nuestra madre alfa. Espero que algo se nos haya quedado de esta capacidad para organizar eventos. Para repetir.».
Bueno, yo no pretendo afear conductas, de verdad. Pero no puedo dejar de pensar que lo único que esos niños necesitan para celebrar felices un cumpleaños es algunos amigos (cuatro o cinco), pan con chocolate y un charco.
No puedo evitar pensar que quienes están disfrutando esto son los padres. Que lo hacen (¡por supuesto!) con la mejor intención. Pero que esa buena intención quizá no les deja ver que se les ha ido muy largamente de las manos. Que resulta desproporcionado y diría que absurdo. No digo que los niños se lo pasen mal. Digo que… Yo que sé. No me parece sano, sinceramente.
La autora escribe, pues, una columna sobre crianza. Dice ahí que está especializada en temas de crianza, salud y psicología. Es licenciada en Psicología y Máster en Psicooncología. Pero se refiere al cumpleaños de su hija de 7 años como «la fiesta del año». No le resulta excesivo, no le resulta patológico un montaje como ese, en el que un montón de adultos preparan esa fiesta durante 3 meses, con una logística que casi nunca se emplea en ninguna actividad humana; ni las operaciones de una ONG implican tanto a la gente. Nada de esto le chirría. No le parece que están expresando su amor por su hija de una forma un tanto material y un tanto (mucho) innecesaria; no le parece alejado de la realidad o de las necesidades de un niño; no le parece que ahí pueda haber nada perjudicial.
No sé, pero como en los chistes de Twitter, yo quiero otro psicólogo.